Por: MAURICIO LAURENS |, 07 de Agosto del 2013 El tiempo.

De los territorios guajiros, marcados geográficamente por el desierto y sujetos al más estricto matriarcado, surgió la necesidad de retratar todo un sistema de reflexión donde «la mujer empieza a construirse y a pensarse como tal». 

En el calendario wayú de las comunidades guajiras colombovenezolanas, un año tiene 365 soles y 12 lunas. Con la primera menstruación, las niñas deben permanecer inmóviles y mudas en un chinchorro para después ser encerradas dentro del bohío recién construido y aislarse de sus respectivas rancherías por un año. Allí son atendidas por su madre y su abuela, aprenden a tejer y poco a poco valoran la responsabilidad de ser mujeres en una cultura ancestral, que lucha por no extinguirse y conservar sus valores étnicos.

De los territorios guajiros, marcados geográficamente por el desierto y sujetos al más estricto matriarcado, surgió la necesidad de retratar todo un sistema de reflexión donde “la mujer empieza a construirse y a pensarse como tal”. A partir de la historia de una niña indígena de Maicao (Filia Rosa), el espectador asiste a una sucesión de jornadas calurosas en el proceso de aprendizaje, que abandona la risa y los juegos infantiles para explorar una nueva condición femenina de respeto y dignidad. Ella misma sirve como ejemplo de actitud o perseverancia frente a sus compañeras.

Priscila Padilla, directora y guionista, egresada del Conservatorio Libre del Cine (de París), le hizo un seguimiento riguroso al ritual hereditario que tiende a desaparecer entre las jovencitas llamadas majayut. El resultado es un valioso documental etnográfico de largometraje, que preserva la estética de lo real y rescata el método antropológico de la observación participante. Se traza la estrecha convivencia del equipo técnico, integrado por mujeres en su mayoría, con el conocimiento consecutivo de faenas y tradiciones propias.

Autora del interesante largometraje Nacimos el 31 de diciembre –sin distribución–, Padilla relata la tardía cedulación de una población marginada, que, al ignorar el idioma castellano, fue sometida a cambios insólitos en sus nombres y apellidos, además de otorgársele una misma fecha de nacimiento. Padilla rescató la importancia del palabrero o conciliador, que rige las dotes matrimoniales, en donde la riqueza de una esposa se mide en chivos, ganado y collares. También, el rol que juegan los tíos maternos como depositarios de la educación de sus sobrinos y la compensación que reciben de estos últimos cuando se enferman o ingresan a la vejez.

Mauricio Laurens

 

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