El conflicto armado transformó la vida de muchas mujeres indígenas en el norte del Cauca, especialmente en el pueblo nasa, quienes tuvieron que vivir los estragos de un conflicto que no les permitió elegir y les otorgó roles que nunca se imaginaron cumplir. A través de estas historias podemos reflexionar sobre este flagelo que parece no tener un final.

“[…] A los veintitrés años quedé embarazada, cuando estaba en las tropas de los Orientales. Al papá de mi hijo lo mataron en un combate. Yo quería que me hicieran un legrado, porque creía que no era bueno traer un hijo al mundo si no podía criarlo ni estar con él, pero el embarazo avanzó porque no había condiciones para hacerlo. Tuve a mi hijo y a los dos días tuve que entregarlo a unos desconocidos para que se lo llevaran a la familia del papá” (Paula*, ex combatiente de las extintas guerrillas de las FARC).

Cuando hablamos de conflicto armado en Colombia generalmente los actores principales son hombres. Nos referimos a los hombres de la guerra, la carne de cañón que se expone directamente al peligro, misma que suele tener como referencia un cromosoma X y uno Y. Sin embargo, el rol o los múltiples roles que han jugado las mujeres en el conflicto armado, a menudo, son historias que se desarrollan en bajos perfiles y en conversaciones menos públicas, lo cual tiene una clara justificación: las cifras apuntan a que el 51% de las víctimas directas del conflicto armado son hombres, según data el Centro Nacional de Memoria Histórica.

Aquí queremos contar la historia de esta otra guerra, la guerra desde las voces de las mujeres indígenas. El 2 de octubre del 2016, Colombia tenía en sus manos una gran decisión: después de un mes de campaña se decidía si se firmaba el fin del conflicto armado entre la guerrilla de las FARC y el Estado colombiano, mediante un plebiscito. A las cuatro de la tarde se cerraron las votaciones en todo el país, las radios y los televisores estaban encendidos y las cuentas empezaron.

María del Carmen, auxiliar de enfermería, hacía su turno en el hospital de Toribío, Cauca. En medio de jeringas y gasas veía el televisor de reojo esperando los resultados.

Al mismo tiempo, en un campamento de Mapiripán en los Llanos Orientales, Paula hacía la rutina de los campamentos generales, seguramente, aunque ella no lo recuerde bien, recogía leña sin tener idea de que afuera, en lo que ella llama la vida civil, estaban tomando una decisión que daría un giro trascendental a su vida. Por otra parte, Ana María estaba en el hospital de Suárez, Cauca, acompañaba a su hijo a quien trabajando en construcción un bloque de concreto le rompió los huesos del pie derecho. Iba y venía por los pasillos, esperando a que aparecieran los resultados en la pantalla del televisor. Finalmente, los resultados del plebiscito arrojaron un no; a María del Carmen y a Ana María, se les rompió el corazón. Para Paula, por el contrario, el día finalizó con normalidad.

¿Qué tienen en común estas tres mujeres? Las tres son del Cauca, las tres son víctimas directas del conflicto armado, cada una desde su propia lucha y, lo más importante, las tres son mujeres indígenas del pueblo nasa.

Ser mujer indígena dentro de la cosmovisión del pueblo nasa, significa ser parte del equilibrio y la armonía en el espacio. Pero, más allá de esto, representa la fuerza de un pueblo y la pervivencia del mismo. Habitar un territorio que es disputado por los grupos armados, amenaza esta figura de ser mujer social, espiritual y cultural. Cuando los senos empiezan a crecer y las caderas a ensancharse, las mujeres indígenas se convierten en objetivos de los señores de la guerra.

Así lo demuestra uno de los ataques hacia mujeres indígenas más condenado en los últimos años. Durante el 2020, una niña embera de tan solo doce años, fue violada por ocho militares, si bien es cierto que el caso resonó por todos los medios de comunicación, muchas personas de la opinión pública culparon a la víctima a través de cuestionamientos como ¿porqué una niña de doce años andaba sola? ¿Cómo sabemos si fue sin su consentimiento?

Lo que no sabían estas personas es que en las comunidades indígenas, el territorio otorga libertad y no existe la propiedad privada que establece límites, caminar libremente por él hace parte de la cotidianidad de niños, niñas, mayores y mayoras.

Por otra parte, poner en duda el testimonio de una víctima refleja la sociedad patriarcal y el racismo al que están expuestas las mujeres indígenas en este país. Es importante resaltar que esta historia sí se contó y, se difundió en la opinión pública y con ello, se buscó el acceso a la justicia; sin embargo, casos como este ocurren a diario en diferentes territorios y se mantienen en silencio e impunidad. Ser mujer indígena en medio de un conflicto armado ha significado ser violentadas sistemáticamente.

“Yo tenía diecisiete años cuando llegaron los paramilitares a Palo Blanco, en el municipio de Suárez, era esa época en la que hacían masacres a plena luz del día. Y así fue, a eso de las doce del mediodía se escucharon ráfagas de plomo y la gente empezó a gritar. “Vienen los paracos”, decía una señora que corría desesperada con el hijo de la mano. Cuando entraron a la tienda que había en mi casa, patearon todo y quemaron algunos víveres afuera. Después mataron a mi papá porque decían que todos los tenderos le vendían comida a la guerrilla, y siguieron matando a todos los vecinos hombres de allí hacia arriba. A nosotras las mujeres no nos dejaban acercarnos a los cuerpos. Más tarde, cuando el sol ya había bajado y el caserío se había llenado de moscas por la sangre y el calor, nos sacaron a todas las mujeres de las casas y nos llevaron por allá, a un filito (alto) donde había una caseta. A todas nos tiraron al suelo, a algunas las mataron por mozas y colaboradoras de los “guerros” (guerrilleros), a todas nos violaron hasta casi las cinco de la tarde. El que dio la orden era un comandante al que le decían Caballo, yo me acuerdo clarito de su cara. Cuando bajamos, recogimos los cuerpos de nuestros papás y maridos, todo olía a podrido. Todas teníamos las piernas ensangrentadas, nos dolía y costaba caminar.

Lloramos a nuestros muertos en medio de las moscas y los gallinazos. Yo no me bañé, no lo hice durante tres días hasta que logré bajar al pueblo pensando que tendría justicia, que esto valdría la pena, pero no fue así. Al mes, cuando no me bajaba lo que usted ya sabe, el periodo o la luna, fui a Suárez al mismo hospital que supo que fui víctima de violación y empecé controles de embarazo. A mí nadie me preguntó si yo quería tener ese hijo y aun así lo tuve. No me mal entienda, yo lo quiero mucho, pero nadie me dio otra opción”, Relató Ana María, comunera del resguardo Cerro Tijeras.

Al escuchar las historias de cada una de estas mujeres encontramos un punto en común: en la mayoría de ocasiones ellas no han podido elegir y las consecuencias de tener caminos sesgados han sido brutales. El país las ha convertido en madres, hijas, víctimas y victimarias de la guerra; es decir, les ha otorgado roles y papeles que nunca se imaginaron cumplir. El conflicto armado en Colombia sigue siendo eso, el lugar hostil que se ensañó con el cuerpo de las mujeres, sus derechos sexuales y reproductivos.

Todas estas situaciones las han llevado a parir, abortar, les ha ligado las trompas, las ha mutilado y les ha convertido sus cuerpos en auténticos botines de guerra.

El conflicto armado cuenta con diferentes actores que construyen la historia desde distintos ángulos, son historias que parecen infinitas. Paula es una mujer excombatiente de las extintas guerrillas de las FARC, aquellas que empuñaron las armas y se fueron al monte, por convicción política o por huir de la realidad en que vivían.

“Yo estaba cursando cuarto de primaria aquí en la institución Educativa Toribío. Una vez me encontré a unos muchachos que llegaron en una camioneta y les dije que me llevaran, ellos me dijeron que no porque era menor de edad; sin embargo, les insistí hasta que me llevaron. […] Decidí irme porque anteriormente los padres no tenían la mejor forma de educarnos, entonces hubo ciertas cosas en mi familia, maltrato, más que todo de mi mamá, tenía doce años cuando me fui”.

Me llevaron en la camioneta para los lados de Brisas, llegamos de noche. Esa noche me cuadraron la dormida en ese lugar. Allí miré a mi tío y él toda la noche me regañó. Me decía que me devolviera para la casa, que tenía que estudiar; sin embargo, yo le decía que no, que era una decisión que ya había tomado. Él me ponía muchas cosas por delante, me decía que a la mamita cómo la iba a dejar botada, pero yo estaba aferrada a que no me devolvía. Al otro día me llamaron y me preguntaron cuáles eran los motivos por los que me quería ir, me dijeron que me iban a mandar a una casa mientras cumplía los quince años y yo pedí que no. Entonces me recibieron, como habían más nuevos nos empezaron a explicar qué era ser guerrillero. Después de los seis meses tuve una dotación, fue una pistola porque para darme un fusil era muy pequeña, entonces solo con una pistola duré mucho tiempo”.

Paula solo estuvo tres años en el Cauca como guerrillera, hizo parte de la seguridad de Édgar López Gómez, alias Pacho Chino. Luego la enviaron para la emisora por dos años.

“Me mandaron para la emisora que funcionaba en Brisas, en el municipio del Patía, la emisora se llamaba Voces de la Resistencia y el trabajo que nos tocaba era brindarle seguridad a la emisora mientras se realizaba la hora de emisión, que era en horas de la mañana y en la tarde”.

Paula adquirió habilidades mientras se iba formando en medio de camuflados y fusiles, pero su destino empezó a mostrarle otros caminos cuando llegó a los Llanos del Yarí.

“Yo llegue de tropa de base, nos asignaron al Frente 44, a quienes les correspondía cubrir los departamentos del Meta y el Guaviare y así cubrimos el área. El comandante era Albeiro Córdoba, allá se decía que todos los combatientes debían ser integrales; es decir, debían saber de todo un poquito. Había cursos de sistemas, enfermería, explosivistas y a mí me tocó de radista”.

Básicamente, Paula manejaba el radio con el que se comunicaba con las otras centrales donde se recibían las órdenes u orientaciones.

“Quedé en embarazo planificando, cuando me di cuenta les avisé y llamaron a la enfermera encargada para que rindiera cuentas y ella dio su versión. Mi embarazo fue normal, solo prestaba guardia. En ese momento no quería tener un hijo y entregárselo a otra persona, pensaba si iba a caer en buenas manos. Tuve un parto normal, nos hicimos cerca de una casa donde vivía una partera, ella me atendió el parto en Mocuare, por el Meta. Tuve a mi hijo dos días conmigo, después lo entregué. Uno sigue normalmente, las personas que eran conocidas de la organización, me dijeron que la señora y el señor iban por el niño, ya estaba preparada psicológicamente. A los veintiséis años volví, cuando empezó lo del proceso de paz nosotros no nos quisimos acoger porque pensábamos que nos iban a matar a todos, entonces nos dejaron ir para la casa. Estuve un tiempo en Bogotá y después me fui a buscar a mi hijo a Puerto Inírida. Él vivía allá con las tías y la abuela. Me lo traje para acá, pero con quien congenió fue con mi mamá. Ya después en la vida civil tuve dos hijos más.

[…] A mí me hubiera gustado volver allá, porque me fui siendo niña y tuve una formación militar, a ratos digo que la vida en la civil me ha parecido dura, porque me gustaba la unidad que se manejaba allá entre compañeros. La mayoría de los antiguos manejaban la solidaridad, tuve personas que se convirtieron en hermanos, como yo era tan pequeña di con gente buena, tres personas que las quise como si fueran mi familia”.

La resistencia de las mujeres ante un sistema que naturaliza la violencia que viven a diario ha sido histórica, no solamente aquí, sino en el resto de Latinoamérica y el mundo. La participación de las soviéticas en la Segunda Guerra Mundial de forma activa y, yéndonos más cerquita, la historia de las Residentas, el grupo de mujeres que tras la guerra de la Triple Alianza reconstruyeron Paraguay, operando no sólo con organización militar, sino cultural y social, nos da todo un mapa histórico de las mujeres en el conflicto armado.

Las Residentas se apropiaron del guaraní como lengua propia para que nadie de afuera pudiera conspirar y se encargaron de todos los trabajos que en ese momento se consideraban trabajos de hombres.

En Chile, durante la dictadura de Pinochet, las mujeres fueron el rostro de los desaparecidos y aún las mujeres de Calama, familiares de prisioneros políticos cuyos restos fueron enterrados en el desierto de Atacama están buscando los huesos de sus compañeros, esposos, padres y hermanos.

Las guerras se caracterizan por eso, por transformar la condición humana, enfocarte en sobrevivir, en buscar y rebuscar, en recordar, reconstruir, volver a pegar, reparar y coser incluso piel, como lo hizo María del Carmen, cuyo oficio fue poner sus manos para salvar vidas, suturar pellejos y ser testigo de cómo la guerra le arrebató los sueños y la vida a niños y niñas indígenas.

“Cuando tenía veinticuatro años me enviaron al municipio de Toribío. Llegué un 1 de junio de 1984 y dediqué treintaicinco años de mi vida al servicio de la comunidad hasta el 2019. Fui auxiliar de enfermería […], nos habían dicho que Toribío era una zona muy peligrosa, zona roja. En el tiempo en que llegamos la guerrilla no estaba tan cerca a los caseríos, la policía estaba en las actividades o jornadas de salud”.

María del Carmen nació el 15 de noviembre de 1959 en Santa Rosa, en el municipio de Inzá, Cauca, Tierradentro. Estudió la primaria allí mismo, es la mayor de once hermanos. Una mujer de carácter fuerte y mirada dulce que siempre quiso hacer más en una época donde a las mujeres no se les daba estudio porque se consideraba una pérdida de tiempo, aun así logró llegar a la capital del Cauca para convertirse en auxiliar de enfermería.

Sus ganas de estudiar y aprender cosas nuevas se convirtieron en talento al servicio del conflicto armado y sus estragos, a pesar de que las jeringas, los apósitos y su uniforme blanco ya no la acompañan.

Sin embargo, los recuerdos del conflicto permanecen intactos, como el de aquel 14 de abril del 2005, cuando la guerrilla de las FARC atacó de manera violenta con cilindros de gas, descargas de fusil y ametralladoras al municipio de Toribío, convirtiendo el pueblo en un campo de batalla, pues la policía respondió con artillería y granadas de fusil.

En estos enfrentamientos le quitaron la vida a un niño de nueve años y puso en riesgo la de veintisiete personas más, entre los que se encontraba su sobrino de tan solo once años.

“Ese día yo no estaba de turno, pero así no estuviéramos llegábamos todos acompañar cuando había alguna urgencia. Allí estábamos a lo que nos tocará. Ese día le había dicho a mi hermana que no se llevara el niño para allá, pero después me dijeron que el niño estaba herido”, Recordó María del Carmen, quien rompe en llanto al recordar este duro episodio. Aquel día fueron víctimas de una granada mientras se resguardaban en la casa comunal del barrio El Coronado, en Toribío. Entre los heridos curiosamente se encontraba la madre de Paula, sin saberlo, el conflicto armado unía la historia de estas dos mujeres.

“Es muy duro ver a la familia, uno con la familia también llora, porque después de que todo eso pasaba a nosotros los funcionarios no nos preguntaron cómo estábamos. Y es que nosotros también llorábamos cuando esto sucedía. Ver los destrozos del ser humano me marcó siempre, nada justifica que se realicen estos actos”, Mencionó María del Carmen.

Con el paso de los años el conflicto armado se convierte en una línea divisoria, un antes y un después en la vida de quienes se ven afectados. A los diecisiete años, antes de la masacre de Palo Blanco, Ana María cargaba una mochila llena de flautas e iba a todos los rituales haciendo sonar su flauta. Ella esperaba, con los años, enseñarles a todos los niños del territorio ese don que había adquirido. Paula se imaginaba alrededor del mundo, coleccionando recuerdos y experiencias, conociendo culturas y sabores. Y María del Carmen quizás en un quirófano o investigando, colocando su talento al servicio de todos los que lo necesitaran, no solo para los destrozos humanos que dejaban las balas. Ninguna pensó que su futuro iba a depender del contexto en el que nacieron y crecieron. Hoy ya no son heridas lo que cargan, son cicatrices que muestran a sus hijos e hijas para quienes esperan no haya esta línea trazada con sangre que decida por ellos.

El 2 de octubre de 2016, Colombia dijo no al acuerdo de paz; sin embargo, meses después se firmó contra todo pronóstico. Aunque al principio pareció funcional y contó con logros importantísimos para las mujeres de los territorios, como el enfoque de género, con el tiempo su implementación no fue efectiva. La violencia por parte de nuevos actores armados y de disidencias siguió haciendo estragos en Colombia y el norte del Cauca. Según el informe de Madeja y el Tejido Defensa de la Vida de la ACIN, en el año 2021, 272 menores fueron reclutados forzadamente, de esos, el 80% son niñas, lo que indica que fuera del círculo de las armas y dentro de él, las mujeres indígenas siguen siendo quienes sistemáticamente llevan la peor parte de una historia que se repite como un espiral infinito.

Fuente: https://revistaunidad.cric-colombia.org/mujeres-indigenasrostros-del-conflicto-armado-en-el-cauca/

Compartir