25 años después
Era la noche del 16 de diciembre de 1991, en el mundo católico se iniciaba la temporada navideña con el rezo de la novena de aguinaldos, los niños asistían con devoción a este ritual no por la creencia en un ser Superior sino por la inocencia que el Niño Dios les traería el regalito que habían soñado durante todo el año. Entre tanto en una vivienda de la Hacienda el Nilo, resguardo de Huellas, municipio de Caloto en el Norte del Cauca, comuneros de esa parcialidad residentes en los alrededores de ese predio se reunían para evaluar la jornada de trabajo de esta fecha y trazaban los planes a seguir para poder obtener la Finca en mención para lo cual ya se había iniciado las negociaciones con su propietaria. El maíz plantado ya estaba alto y en poco tiempo podrían disfrutar de la primera cosecha. Aunque no tenían la alegría por iniciar la navidad, si la sentían por contar en el siguiente año un pedazo de tierra para garantizar la pervivencia de las nuevas generaciones.
La tranquilidad de la noche y la reunión que avanzaba sin contratiempos fue interrumpida por el ruido y las órdenes de salir que se emitían por personas que salían desde el maizal con armas de fuego de largo alcance y cubriendo sus caras con capuchas negras. La orden era precisa debían salir de la casa en la que se reunían. Algunos en forma rápida consideraron que debían escapar y otros determinaron atender a los extraños que llegaban y uno a uno los hicieron tender sobre el la fría y mojada tierra que tanto habían soñado. De ahí en adelante una serie de disparos con fusiles y metralletas acabaron con la vida de 20 personas entre adultos, hombres, mujeres y niños para continuar con una “carnicería humana” ensañándose con los cuerpos que los remataron con hacha y armas corto punzantes.
Solo uno de los nativos logró escaparse de esa masacre y logró llegar hasta el centro de salud de Caloto donde fue atendido de heridas leves que le causaron los criminales cuando huía del escenario del múltiple crimen. Desde ese lugar logró comunicarse con la oficina del CRIC para contar lo sucedido y en medio del dolor y el temor por lo que pudiera ocurrir con su vida elaboró una lista con los nombres de las primeras trece personas que entregaron su vida en la lucha por cumplir con el primer punto d el Programa de la organización “recuperar las tierras de los resguardos”. En seguida la noticia se regó por el mundo entero iniciando por Popayán donde desde una emisora se lanzó un informe extraordinario hacia las seis de la mañana y en adelante inició el desplazamiento de muchos medios de comunicación hacia el sitio de los hechos.
Entre tanto desde el Consejo Regional Indígena del Cauca, se responsabilizaba al Gobierno Nacional de los hechos acaecidos teniendo en cuenta que en varias ocasiones se había denunciado que un abogado de los presuntos propietarios del predio, acompañado de hombres armados había llegado hasta esa región para conminar a los indígenas a salir con la amenaza de utilizar la fuerza para sacarlos. Es más, el entonces presidente del CRIC Cristóbal Secue puso en conocimiento el asunto ante el Consejo Asesor de Política Indigenista que en esa ocasión presidió el Gobernador del Cauca Juan Carlos López Castrillón, que sesionó en el auditorio del Banco del Estado el viernes 13 de diciembre de ese año y en esa misma fecha se ofició al alto Gobierno para reiterar la denuncia, que seguramente no alcanzó a llegar a tiempo a los destinatarios directos.
La primera delegación del Consejo Regional Indígena del Cauca llegó pasadas las diez de la mañana al sitio de los hechos y pudo observar la espeluznante escena del crimen. Una larga fila de cuerpos inertes con heridas producidas con arma de fuego en diferentes partes del cuerpo, un anciano que mostraba parte del cerebro con el que pensó en la recuperación de tierras, un niño con el maletín de sus cuadernos a la espalda con los que pretendía cambiar la situación de su familia y su comunidad, una mujer que había parido varios hijos para que siguieran la lucha que habían iniciado hacía 20 años sus padres y abuelos, y 17 personas más que no pudieron conocer la tierra prometida. Solo unos minutos después arribó la delegación de los organismos de seguridad para adelantar las diligencias de inspección de los cadáveres, la identificación y el traslado hacia la morgue para todos los trámites de ley.
Algunos familiares de las víctimas derramaban sus lágrimas de dolor por la desaparición de sus seres queridos, por el dolor de una justicia inoperante que no atendió las denuncias a tiempo, por la rabia de ver como la respuesta al clamor de la tierra se respondió con balas que cortaron el camino andado. Otros reflejaban la desesperanza en forma silenciosa mientras que en los corrillos se rumoraba que tras la masacre estaban los propietarios del predio, el abogado, el mayordomo y hasta de la participación de la policía nacional que curiosamente estando acantonada a pocos metros de la finca no escucharon nada.
El alcalde municipal de Caloto Faraon Angola también llegó al sitio de los hechos para entregar un saludo de solidaridad con las familias de las víctimas y solo afirmó que el tema de las denuncias tenía que ser atendido por los organismos de seguridad competentes y los otros asuntos como el de la tierra al entonces Incora y al gobierno nacional. Los helicópteros del Ejército Nacional surcaban el cielo azul, lo que generaba mayor temor entre los comuneros que de diferentes regiones ya habían llegado para apersonarse de esa situación mientras que agentes del Departamento Administrativo de Seguridad hacían toda clase de preguntas para ir recopilando datos que les pudieran dar pistas de los criminales.
En horas de la tarde la penosa diligencia de inspección de los cadáveres terminó y fueron trasladados hasta las dependencias del Instituto Nacional de Medicina Legal para efectos de la necropsia mientras que directivos de los cabildos y el CRIC adelantaban los preparativos para el sepelio y la manifestación de protesta. Delegados de la Fiscalía y la Policía se llevaron consigo las pruebas mientras que familiares de las víctimas y comunidad en general quedaban en medio de la incertidumbre porque se rumoraba que vendrían nuevas acciones armadas en contra de los comuneros del norte del Cauca.
Al día siguiente en forma improvisada en la población de Caloto se adelantó la velación de las víctimas y después el propio Arzobispo de Popayán, Monseñor Alberto Giraldo Jaramillo ofició la Eucaristía en la que pidió celeridad en las investigaciones por este múltiple asesinato y condenó el hecho aleve que terminó con la vida de 20 inocentes que lo único que reclamaban era el derecho de contar con la tierra de su resguardo que había pasado a manos extrañas. Anatolio Quirá Guauña, Senador de la república por el movimiento indígena acompañado de otros congresistas también se sumó al dolor de estas comunidades e instó al gobierno nacional a responder por las víctimas bajo la consideración que fue la negligencia del Estado que dio como origen la horrible masacre. Los cuerpos, uno a uno desfilaron por la calle principal hasta el cementerio central donde permanecerían por algún tiempo para luego volver a la tierra, la misma por la que tanto lucharon y donde hoy reposan con una cruz que recuerda el sitio donde cayeron bajo las balas asesinas.
La investigación se inició y después de las pesquisas uno de los primeros en caer en manos de las autoridades fue el mayordomo del predio y otros de sus compañeros como autores materiales mientras que el abogado y otros de los autores intelectuales lograron huir del país sin que hasta el momento les haya caído todo el peso de la ley. Todas las evidencias señalaban que dentro de los autores intelectuales y materiales se encontraban uniformados de la Policía Nacional acantonados en Santander de Quilichao y que se trataba del Capitan Fabio Alejandro Castañeda Mateus y el Mayor Jorge Durán Argüelles ahora generales en retiro de la institución armada. Solo cuatro años después, en 1995 fueron condenados por esta matanza Nicolás Quintero Zuluaga, Leonardo Peñafiel Correa y Édgar Antonio Arévalo Peláez, sentenciados a penas de entre 18 y 14 años de cárcel por un juez de Cali. Entre tanto Luis Alberto Bernal Seijas, Carlos Arturo Bahos Mejía, Carlos Alberto Flórez Alarcón fueron condenados a 29 años de prisión mientras que Neimber Marín Zuluaga recibe una condena de 25 años. Otro de los responsables materiales es Orlando Villa Zapata, alias Rubén, que recibió una sentencia de 25 años de reclusión de los cuales solo pagó seis toda vez que en 1998 se fugó de la Carcel Villa hermosa de Cali para integrarse a las Autodefensas Unidas de Colombia de las cuales se desmovilizó el 23 de diciembre de 2005.
Muchos años después un jefe paramilitar del Bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia terminó de desenredar la piola del complot para esta masacre indicando que en la finca la Emperatriz del municipio de Caloto se fraguó todo el plan para el asesinato colectivo en una reunión en la que participaron terratenientes, políticos, el naciente grupo paramilitar y oficiales de la Policía nacional, hecho que motivó la reapertura de la investigación para incluir de nuevo a los uniformados mencionados anteriormente. Este hecho originó que el Consejo de Estado sentenciara a Castañeda Mateus y a Duran Argüelles a pagar al Estado el 80 por ciento de una millonaria multa por esta masacre indicando que los señalados son “responsables de perjuicios ocasionados a los demandantes a consecuencia de los hechos ocurridos el 16 de diciembre de 1991 en la hacienda El Nilo del municipio de Caloto (Cauca).
Pero cuales eran las razones para ejecutar esta masacre? Es una de las preguntas que siempre se formularon las comunidades teniendo en cuenta que la negociación del predio el Nilo ya se encontraba avanzada al punto que tenían permiso para la plantación de cultivos. La respuesta se conoció algunos meses después y tenía que ver con un intento del narcotráfico por apoderarse de ese importante corredor para sus actividades ilícitas, razón por la cual compraron el predio a su propietaria con dinero a la mano pese a que se tenían acuerdos iniciales con el Incora. Otro aspecto, en el que jugaron papel especial los terratenientes era evitar que los indígenas accedieran a las tierras planas porque se convertían en potenciales enemigos en sus planes de expansión de monocultivos como la caña de azúcar mientras que los políticos miraban con preocupación el crecimiento del Movimiento Indígena y el apoyo que empezaban a recibir de otros sectores sociales como campesinos y afrocolombianos y en consecuencia eran una amenaza en sus intereses electorales.
Hoy 25 años después recordamos este trágico hecho que conmovió al mundo entero y que hasta el momento no está totalmente esclarecido porque hace falta atar muchos cabos que se encuentran sueltos. Respecto a los compromisos del gobierno nacional, éstos aún no se han cumplido en su totalidad y también años después, personajes que dicen ser amigos de los indígenas buscan sacar su tajada financiera, apoyar otros oscuros intereses y desprestigiar al movimiento indígena.
Paz en la tumba a esos 20 héroes del movimiento indígena colombiano y el acompañamiento solidario para familiares de las víctimas que seguramente hoy recordarán esta dolorosa tragedia y elevaran una plegaria a sus dioses para que este hecho no continúe en la impunidad.
Por: Antonio Palechor Arévalo