La minga en el Cauca: la vía, el derecho y el hecho

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    Por: Daniel Campo Palacios

    Imagínese esto: usted va caminando sobre lo que pensaba era tierra firme, pero resultó ser en realidad un pantano profundo en el cual se está hundiendo rápidamente. Usted se desespera y empieza a forcejear, a intentar salir del atolladero. Desde la orilla un hombre de traje y corbata lo ve a usted untado de barro hasta las cejas e intentando salir a como dé lugar. Sin moverse un dedo le susurra: “venga, acérquese a la orilla y yo lo ayudo a salir”. Usted, como tiene todas las piernas bajo el barro, no tiene otra opción que creerle al tipo del traje y empieza a sacudirse, a corcovear, a pelear. De pronto escucha otra vez al del traje que ya no susurra, sino que grita: “¡No haga tanto desorden, por favor! ¡Salga ordenadamente!” Usted entonces intenta moverse con cautela, pelear más por debajo del barro que por encima; pero con el tiempo se impacienta y empieza a sudar, a rechinar los dientes, a gritar. En ese momento vuelve a escuchar al impecable hombre de la orilla: “¡Así tampoco, sin gritar! ¡No es necesario gritar! ¡Deje la gritadera que así no se puede!” Pero a esta altura a usted ya le importa poco lo que tenga para decir el otro y comienza a hacer todo lo posible por escapar del pantano. Se agarra de palos, de piedras, de raíces, de todo lo que se encuentre en su camino para llegar de nuevo a la orilla. Y es en el momento en que las piernas parecen liberarse y parece que usted alcanza de nuevo la tierra firme, que se da cuenta que el tipo del traje es en realidad el dueño del pantano y lo está esperando en la orilla no para ayudarlo, sino para empujarlo con violencia de nuevo al centro, exigiéndole comportarse según él se lo ordene, sin agarrarse de las raíces, sin gritar, sin patalear y sin untarse.

    Ahora piense en la minga de resistencia, acá en el Cauca, que es una manifestación, entre muchas, de aquellos quienes nos encontramos luchando en el pantano de las leyes y el engaño de traje y corbata que se esconde tras el reconocimiento de la Constitución. El gobierno nacional, o sea, el grupo de administradores de turno, no ha parado de repetir el mismo sonsonete: “no a las vías de hecho”. Sectores de la “alta” sociedad que nunca han tenido que luchar por nada en sus vidas (que la mayor de las veces son los mismos que los primeros), se quejan de las protestas que “afectan los derechos de los demás”. Los opinadores profesionales replican en los medios: “protesta sí, pero no así”. Todos hacen una voz que sanciona y reclama el privilegio sobre el derecho, explicándonos que todo el asunto político de protestar se resume en un “sí, pero no”. Entre la metódica estigmatización pública y el código de policía, se ha buscado reducir la protesta a un vacío apolítico, algo lleno de nada.

    Sorprende aunque no asombre cómo insisten en desconocer el carácter político de la protesta y, más aún, imponen como condición de diálogo la eliminación de “lo político” del vocabulario. Cuando la minga dice “debate político”, el gobierno dice “conversación sobre asuntos que nos preocupan”. Con esto han buscado invalidar las exigencias, desconocer a los actores movilizados y desestimar la protesta como expresión política. En otras palabras, el escenario que se pretende instalar de parte del gobierno como sentido común y verdad última es el siguiente: escena uno: respetamos el derecho a la protesta pacífica –pacífica queriendo decir sin ruido, sin tumulto, sin colores ni olores. Escena dos: puesto que persisten “las vías de hecho”, afectando los derechos del resto de la humanidad, no dialogamos ni escuchamos; primero dejen de moverse y luego hablamos. Escena tres: se nos acabó la paciencia con las intransigencias de quienes protestan, por lo tanto, procedemos a utilizar la violencia que tenemos derecho a ejercer como representantes legítimos del poder estatal.

    Es una situación del clásico “con cara gano y con sello usted pierde”.

    Nos encontramos entonces frente a un escenario difícil: el gobierno nacional pretende reducir la arena política a los espacios de representación (piense usted, al Congreso, o sea, el pantano), mientras la minga busca expandir la arena política más allá del pantano, es decir, traer la política a los lugares donde vivimos, por donde pasamos. Esto significa sacar al gobierno nacional de sus oficinas en altos edificios de la capital, incomodar a los funcionarios, hacerlos asolear, hacerlos mojar. Como nada de esto les gusta, mejor mandan a la fuerza pública: primero el Esmad, atrasito el Emcar y al ladito el Ejército. Así también sucede un mágico traslado del lenguaje burocrático: de la protesta social nos llevan a las “vías de hecho”.

    ¿Y qué es eso? Puede ser muchas cosas, pero es, ante todo, una suposición. Supone que el contrato social que todos firmamos en 1991 ha sido honrado por parte de la clase dirigente y que el estado social de derecho ahí suscrito garantiza la vida, los derechos y la pervivencia de todos los sectores de la sociedad colombiana. Y entonces, como el supuesto nos dice que esto ha sido garantizado y que los derechos han alcanzado para todos, no se justifica la protesta como herramienta política. Pero es un poco más complicado. El mismo estado social garantiza el derecho a la protesta, la cuál considera parte constitutiva de toda democracia (asumiendo por ahora que nuestro sistema político es democrático). No obstante, ha pasado el tiempo y las protestas se multiplican a medida que se va descubriendo en la práctica que las cosas del contrato social no son como las pintaban, se le han ido agregando numerosos “peros” a este derecho. Entonces la protesta se debe convertir a los ojos del poder en un desfile monótono, dócil y maleable; todo lo demás, lo que no quepa en esta casilla, se convierte en “vía de hecho”, es decir, lo que no cabe en el derecho. Y lo que no cabe en el derecho debe ser reprimido por las vías pacificadoras de la violencia de estado encarnada en el Esmad.

    De eso se trata el pantano. Pasar de caminar sobre lo que pensábamos era la tierra firme de la Constitución de 1991, a quedar atrapados en un barro espeso de leyes, códigos y normas –agravado con la manipulación masiva de la opinión pública-, donde se nos exige (desde la orilla del poder) dejarnos ahogar ordenadamente.

    Sin embargo, no nos hemos dejado convencer. Aquí estamos, en el día trece de la minga. La vía Panamericana permanece cerrada. Más allá de las reivindicaciones políticas y la exigencia del cumplimiento de acuerdos, nos estamos disputando el alcance de lo político. No solo no nos encontramos con el lenguaje del gobierno nacional, rico en burocracia y en hablar mucho diciendo poco, sino que nos movemos con ideas profundamente diferentes de hacer política. Donde nosotros vemos un pantano, ellos ven una autopista, donde vemos dignidad, ellos ven irrespeto a las instituciones. Y este es un argumento particularmente cómico, pues la práctica histórica se ha encargado de demostrarnos que quienes se han turnado la administración de las instituciones estatales han sido diestros en la manipulación y cooptación de “la institucionalidad” para sus intereses y según su antojo. Cuando piden respeto a las instituciones, en realidad están pidiendo respeto para sí mismos.

    Por ahora, seguimos caminando sin esperar el derecho. Puede que el desenlace de la minga se parezca al de las anteriores: más acuerdos, nuevos decretos, más reuniones con el gobierno que se van dilatando, más incumplimiento. A los ojos del desprevenido puede parecer que se trata de un eterno retorno. Pero ya sabemos que mientras caminemos camina el espiral, y el espiral, aunque regrese, no va por el mismo camino, va avanzando en todas las direcciones. Con la minga también se transforma la política, con la minga podemos encontrar otras salidas del pantano, crear una nueva tierra firme.

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