Hoy, 16 de marzo del 2010, durante dos horas (de las 11 AM hasta la 1 PM) varias avionetas de la policía antinarcóticos fumigaron con químicos las huertas comunales y las parcelas de las mujeres eperara del resguardo indígena de Joaquíncito, río Naya, corregimiento de Puerto Merizalde (Buenaventura).

Estas parcelas se encuentran situadas a poca distancia de la Casa Grande, centro religioso y ceremonial del pueblo siapidara. También fueron fumigadas las parcelas de sus vecinas y hermanas afrocolombianas de la vereda Santa Cruz, que vienen trabajando, conjuntamente con las mujeres eperara, en una experiencia productiva agroecológica propia, para no caer en las redes de los cultivos de uso ilícito que rondan los ríos del Pacífico, cultivos que llegaron también a esta región para destruir las economías comunitarias y las formas sostenibles de utilización de los recursos ambientales. No valieron las súplicas y las sabanas blancas. Igual fumigaron, aún con mayor intensidad. Varias mujeres buscaban desplazarse al puesto de salud de Puerto Merizalde para recibir atención médica.

Las fumigaciones en el río Naya, una de las cuencas hidrográficas más importantes y biodiversas del Pacífico colombiano, no son nuevas. Ya antes de la masacre de los paramilitares en el 2001, en la parte alta del río Naya, donde murieron cerca de un centenar de indígenas nasa y campesinos, el gobierno había realizado aspersiones con glifosato. En esa época las fumigaciones destruyeron los cultivos de pancoger de la población. El rumor que corría en la región es que no se trataba de erradicar los cultivos de coca, que evidentemente no fueron afectados por las fumigaciones, sino que se trataba de quitarle la comida al Ejército de Liberación Nacional – ELN y a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – FARC, grupos guerrilleros que tenían presencia en la zona.

La Organización de Negros Unidos del Río Anchicayá – ONUIRA, denunció también que el 7 de septiembre del 2009, niños y pobladores del Bajo Naya fueron intencionalmente afectados con fumigaciones. También en este caso el gobierno argumentaba que la aspersión de estos venenos fue hecha con la intensión de erradicar los cultivos de hoja de coca. No obstante, los pobladores rechazaron la forma e intensidad con que fue realizado este operativo, afectando los cultivos de pancoger y la salud de los habitantes, pero poco a los cultivos de coca.

Posteriormente, el 15 de febrero de 2010, se llevaron a cabo fumigaciones en las comunidades de Juan Santos y Juan Núñez en el Bajo Naya, que más que afectar los cultivos de uso ilícito, afectaron las huertas de las familias.

Hasta hace pocos años, en la parte baja del río Naya, habitada por comunidades afrocolombianas (cerca de 23.000 habitantes) y por indígenas eperara siapidaara (cerca de 300 personas), las áreas sembradas de coca eran mínimas, por no decir inexistentes, como lo evidenció el Estudio Socioeconómico de la cuenca del río Naya, ordenado por el INCODER y realizado con el apoyo de la Unión Territorial Interétnica del Naya, UTINAYA, en noviembre y diciembre del 2005. Pero en menos de tres años, como consecuencia de la interdicción violenta de los cultivos de coca en Nariño, estos cultivos se regaron por todo el litoral del Pacífico, llegando también a la parte baja del Naya y a los ríos vecinos, siguiendo el esquema del efecto globo (“se aprieta allá y se infla acá”).

En el marco de la Escuela Interétnica para la Resolución de Conflictos, concluíamos que el Pacífico no aguantaba el impacto de estos megaproyectos agroindustriales (coca y palma aceitera) que destruirían aquellos grupos y comunidades humanas que, como resultado de su centenaria interacción con su entorno ambiental, habían desarrollado otras lógicas económicas y otras racionalidades, solidarias con la naturaleza. La esencia misma de estos megaproyectos agroindustriales exigían violencia, tanto para “limpiar áreas de población” (jerga paramilitar) para las plantaciones de palma, como también para inducir a la población nativa a sembrar coca, compeliéndola a abandonar sus prácticas propias de producción de alimentos y entrara a depender del flujo de recursos de estas economías, que por el daño que ocasionan a las comunidades bien podrían llamarse ‘ilegales’. Ambos casos han venido conduciendo al desarraigo de la población, una situación que para los grupos ‘étnico-territoriales’ –aquellos que como los indígenas y negros, necesitan del territorio para su sobrevivencia física y cultural–, conduce al etnocidio, a la desaparición de los rasgos étnicos que les dan cohesión social.

El otro aspecto que analizábamos en la Escuela Interétnica es que estos megaproyectos económicos requerían para su surgimiento, prosperidad y apropiación de las enormes rentas que generan, de unas estructuras centrales de poder político que imponían un orden social autoritario, que casi siempre estuvo mediado por el poder, la turbación, o incluso, por el terror de las armas. Se trata de un orden social que termina erosionando los gobiernos propios de las comunidades. Lo peor, enganchando a muchos jóvenes para actividades de control y vigilancia con las cuales también se subordina a las autoridades de las comunidades. Un verdadero flagelo para los pueblos.

Es en este contexto que las mujeres negras y eperara siapidaara, participantes de la Escuela Interétnica, propusieron desarrollar una experiencia productiva piloto en el Pacífico que pudiera ofrecer ideas de cómo desarrollar una economía propia, basada en sus necesidades de producir alimentos sanos y suficientes que garantizaran la permanencia en el territorio, para de esta forma cerrarle las puertas a un vaciamiento de población por los problemas alimentarios, que generan estas economías depredadoras de hombres y territorios. Dicho en otros términos: desarrollar una economía que frenara el desarraigo de la población nativa. Con este modesto proyecto no se trataba únicamente de defender el pancoger para la sobrevivencia. Se trataba también de defender las semillas adaptadas durante siglos en esos suelos y en ese clima, que son parte de la cultura y de la reserva estratégica de miles de personas, no solo del Naya, sino también del Pacífico colombiano. Este proyecto buscaba también un empoderamiento de las mujeres que viven en el manglar y con el manglar, además de necesitarlo para su pervivencia. Esta fue una estrategia diseñada por las mujeres de la Escuela Interétnica que recibió el apoyo de las organizaciones comunitarias representadas en la escuela.

Es este proyecto social de vida, en una de las regiones más ricas y biodiversas del planeta, el que actualmente destruye el gobierno. Y ese es a nuestro juicio un delito de lesa humanidad, pues se les está arrebatando a estos pueblos y comunidades ancestrales del Pacífico las posibilidades de continuar recreando su economía y su organización para gestionar su futuro y defender sus territorios. Se destruye entonces las bases de una economía y sociedad que como lo enunciaba el comunicado de la Organización de Negros Unidos del Río Anchicayá, ONUIRA, no solo significa “suficiente comida… (sino también) ….. lazos familiares y comunitarios fuertes, una tradición cultural viva y ….. ganas decididas de quedarse en el territorio, que son …una clara manera de hacer ver que la ancestralidad tiene mayor trascendencia que la legalidad, es decir, es el derecho mayor de los negros, el derecho que nos ganamos al ser acogidos en estas tierras cuando nos sacudimos el yugo de la esclavitud y el secuestro y cuando nos negamos a ser desarraigados y desarrollamos nuestra resistencia”.

Pero el delito que ha cometido el gobierno es aún más grave, pues estos venenos se están arrojando en zonas de manglar, uno de los ecosistemas más sensibles del planeta, que se caracteriza por ser la “sala cuna” de muchas especies marinas de peces, conchas y moluscos, que es la fuente principal de proteína de la población negra e indígena aledaña al manglar. El manglar es tan importante para la vida del hombre, las especies y el planeta, que venimos declarando desde la Escuela Interétnica y la Mesa Manglar – y esperamos que haga escuela esta propuesta – de que los daños ocasionados a este ecosistema sean catalogados también como delitos de lesa humanidad.

Esta violencia que hoy se comete genera reflexiones. La primera: no queremos que los indígenas tengan que repetir las palabras del Jefe Seathl advirtiendo sobre la inutilidad de más violencia:

“Cuando nuestros jóvenes se enojan

por alguna mala acción

y desfiguran sus rostros con pintura,

sus corazones también

se desfiguran.

Entonces su crueldad es incansable

y no conoce límites, y nuestros

ancianos no pueden detenerlos.

Pero tengamos la esperanza de que las

hostilidades entre el hombre rojo y

sus hermanos blancos no regresen jamás.

Tenemos todo para perder y nada para ganar….

Después de todo, podemos ser hermanos”

La segunda: el aislamiento y la dispersión del pueblo negro e indígena también están contribuyendo al etnocidio. Es por eso que hoy, recogiendo el llamado del río Anchicayá, “Invitamos a las organizaciones comunitarias de base (consejos comunitarios y cabildos indígenas, al Proceso de Comunidades Negras, al Palenque “El Congal”, a nuestros amigos y amigas a adherir a este comunicado y a alzar nuestras voces para reclamar la dignidad de las comunidades indígenas y negras y sus organizaciones, para no perder de vista que está en juego nuestra diversidad biológica, cultural y política”.

 

CABILDO INDÍGENA EPERARA SIAPIDAARA DE JOAQUINCITO, Río Naya

ASOCIACIÓN DE CABILDOS INDÍGENAS DEL VALLE- región Pacífico, ACIVA-rP

PROCESO DE COMUNIDADES NEGRAS, PCN

PALENQUE EL CONGAL de Buenaventura

COLECTIVO DE TRABAJO JENZERA

Buenaventura, 16 de marzo de 2010.

 

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