Entre 2001 y 2002 vivió exiliado en Barcelona y en esa misma época obtuvo una beca de la Fundación John Knight como Sénior Research Fellow de la Universidad de Stanford. De 2002 a 2003 fue thinker visitor professor del Centro de Estudios Latinoamericanos-Casa Bolívar de Stanford. Es columnista de El Espectador desde 1995 y recibió el Premio de Periodismo Simón Bolívar en 1993 al mejor reportaje en televisión con “Chenche: la fuerza de la tierra”, capítulo de la serie  “Travesías”.  

[ Fuente: El Espectador ] [ Autor: Myriam Bautista]

Tres décadas siguiéndole el rastro a la violencia nacional, denunciando injusticias sin temor, 15 libros, muchos documentales, un exilio obligado, una vida admirable.

El XVI Congreso de Colombianistas, que se realizó del 4 al 7 de agosto en la Universidad de Virginia, Estados Unidos, le rindió un homenaje al sociólogo Alfredo Molano Bravo, columnista de El Espectador y cronista de este diario y den las principales revistas del país. A pesar de que no pudo estar presente porque la embajada norteamericana no le renovó a tiempo su visa, la prestigiosa Asociación de Colombianistas, que promueve el estudio del país a nivel de humanidades y ciencias sociales, le hizo un reconocimiento al escritor de libros nacidos en caminos recónditos y de testimonios de los habitantes de la Colombia profunda y desconocida.

Los de Molano son libros especiales no sólo por lo que dicen, sino cómo lo dicen. Su modelo consiste en hacer crónicas de viaje que retratan con exactitud de cartógrafo la geografía áspera y amable del país y dibujan atmósferas, amaneceres, atardeceres y seres humanos con palabras simples y sencillas, con el fin de que el lector perciba las mismas sensaciones que las de los “viajeros”.

Sus crónicas de viaje no levantan polvareda, sus historias de vida, sí. En los testimonios que recoge y convierte en capítulos de libros o en libros enteros, nunca se llega a saber qué de lo publicado corresponde a la entrevista, qué a su autoría como sociólogo y qué a la ficción como literato. La fórmula es, sin embargo, muy exitosa y Molano se ha transformado en maestro para hacer minga con personas desconocidas, transcribir y ensamblar historias en las que cada quien conserva su individualidad, su sello propio.

Después de una interrumpida charla sobre su obra y sobre el homenaje de que fue objeto, saboreando un té verde con un pastel de canela, que le encantó como le encanta comer paella, ir a toros, enamorar inteligentes y bonitas mujeres que van y vienen por su vida, y consentir a su nieta, como tal vez nunca lo hizo con sus hijos a esa edad, a continuación su testimonio, intentando emularlo:

“Cuando regresé después de estudiar un posgrado en la Escuela de Altos Estudios en París, me metí al Llano, un sitio que quiero, porque lo recorrí en mis primeros años en compañía de mi padre. Sus historias, las de mis tíos, las de los peones, las de gente que entraba y salía, me parecían maravillosas y las disfrutaba. Volví con el deseo de repetir la experiencia, aunque debía hacer mi tesis sobre la renta de la tierra. Pronto me encaminé hacia otra parte. Por un lado, iban mis intenciones teóricas y académicas, y por el otro, lo que la gente me decía, me sigue diciendo, sin aburrirme un solo minuto. Abandoné la vaina teórica. Dos historias: la de un colono y la de un empresario, me fascinaron. Las transcribí, les hice un contexto con base en información secundaria y esa fue mi tesis. Mi director, Daniel Pécaut, no estuvo de acuerdo, discutimos muchas veces sobre el trabajo y su pregunta era, sigue siendo y será: qué de lo que le presentaba era mío y qué era inventado. No fue capaz de tomar una decisión, le pidió concepto a un personaje, otro profesor de la École, no recuerdo su nombre, especialista en historias de vida y el tipo dijo lo mismo: que ahí uno no sabía qué era literario y qué sociológico. Daniel me pidió que repitiera el trabajo y tomé en ese momento una de esas decisiones que se toman en ciertos momentos de la vida: radicales como escoger carrera, saber con quién se casa y de quién se descasa, y me descasé de Daniel, de la academia y me fui para lo que considero lo real, lo verdadero, lo que permite expresar el espíritu de lo que siento y quiero: comencé a escribir”.

“Mi primer escrito fue un opúsculo sobre los bombardeos del Pato, lo hicimos con Alejandro Reyes. El director de Cinep, Alejandro Angulo, nos dijo que fuéramos a ver lo que estaba ocurriendo con esa concentración, en el estadio de Neiva, de cientos de personas, huyéndoles a las bombas. Hablamos con varios de ellos. Una mujer me contó en una hora su vida y las de sus compañeros, 50 años de historia, desde antes de que esa región fuera República Independiente. Su testimonio lo volví historia de vida; Reyes hizo una interpretación del hecho y otro personaje, no me acuerdo su nombre, hizo un estudio semántico del lenguaje, porque era muy bello, cuidado, especial. Este material dio para un cortometraje de un mexicano, del que tampoco me acuerdo del nombre, ahora tengo una desmemoria total. El texto fue muy elogiado, pero interrogado por la Academia: ¿de qué se trata esto? No lo definí entonces como tampoco lo hago ahora”.

Los años del tropel, mi segundo libro, tiene su historia. Observé que la mayoría de los textos de los violentólogos eran interpretaciones y análisis de los testimonios recogidos por monseñor Guzmán en los años sesenta, no se tomaban nuevos y los viejos luchadores se estaban muriendo llevándose su cuento. Un amigo me consiguió fondos para hacer entrevistas a estos líderes. Hicimos la recolección de historias del norte del Valle y ahí comienzo a oír sobre Manuel Marulanda, la toma de Ceilán, otros guerrillos y sobre los chulavitas de Guavita, en el norte de Boyacá, o sea que ese libro tuvo dos componentes regionales muy fuertes. Ese manuscrito, porque en esa época escribía a mano, duró mucho tiempo guardado”.

“Luego, voy a trabajar a San José del Guaviare, con la Corporación de Araracuara. Cuando llegué me di cuenta de que por un lado iba el país y por otro lado esa región. De la coca nadie hablaba, pero todos sabían de los grandes cultivos y de su comercio pujante. De esa experiencia salieron Selva adentro como relato de viaje y Siguiendo el corte, historias de vida. También me hago el de la oreja mocha, tangencialmente toco el tema de la exportación de coca. Me tocó vivir una crisis de la coca y la salida de los colonos buscando otra manera para vivir: el oro del río Guainía y de ahí sale Aguas arriba, que tiene como antecedente Aguas abajo.

Me encapricho con el Llano otra vez y vuelvo a recorrer el Vichada, Guaviare, Guainía, recojo historias de vaqueros, de campesinos, de colonos y sale un libro que tuvo poca publicidad, pero que quiero mucho: Del Llano llano. Ahí viene un gran paréntesis: mi salto a la televisión con Travesías. Fue bueno, porque conocí territorios negros, remontamos el río San Juan y visitamos todos los sitios donde hubo esclavitud, salieron como 60 horas de grabación. Me gustó hacerlos y escribir los guiones, pero no editarlos, era muy cansón”.

“Trochas y fusiles, 1999, surgió porque quería recorrer La Uribe, tal y como nos la había enseñado tantas veces el profesor Ernesto Gull, por los caminos reales, empedrados, de herradura. Salí y en un punto no muy avanzado los de las Farc nos pararon. Me presenté contándoles que era amigo de Alfonso Cano —fuimos compañeros en la Nacional y tuvimos largos debates sobre su mamertismo—. Díganle, mandé a decir, que si nos invita a subir. Mientras esperábamos respuesta, comencé a cranear los relatos que escribiría. Como a los tres días llegaron con unas buenas bestias. Le hago una entrevista a Marulanda que publico textual, tuve mucho cuidado de no cometer errores, pero la ensamblo con el relato de vida que me cuenta un viejo guerrillero de la autodefensa que se llamaba Balín, que aparece en el libro con el nombre de Munición. Ese testimonio no tiene nada mío. Publico también ahí otra historia que es de las pocas contadas a varias voces: un testimonio principal de una guerrillera caleña desde que llega a esa organización hasta que se sale, con confesiones muy serias, de una muerte, o ejecución o asesinato, dependiendo de quien cuente el cuento, a cuchilladas a un secuestrado. Una confesión áspera”.

“Viene el libro Penas y cadenas, lo hice metiéndome a Caravanchel, en Madrid, España, y aquí en Picaleña, en Ibagué. Entro al mundo de las cárceles, muy vinculado al mundo del narcotráfico y ahí escribo Relatos de mulas, traquetos y embarques. En el intermedio hago un viaje por el Apaporis y publico un libro que mezcla testimonios con crónicas de viaje”.

“Sobre el homenaje en Virginia pienso que me estoy volviendo viejo, casi a punto de sepultarme. No puedo desconocer que es muy bueno, pero no lo siento justo, un reconocimiento a un trabajo que me ha dado grandes satisfacciones y pocas penas. Bueno, penas las del exilio, que se lo debo a todo lo que ha salido en los libros y en los artículos. La sensación por el homenaje es una mezcla rara, como cuando le cantan a uno en los cumpleaños: oso y felicidad”.

Ahora Molano quiere dedicarle más tiempo a la introspección, para volcar sobre el papel todo lo que ha guardado de ese viaje continuo que sigue siendo su fuente de inspiración.

Su vida académica y periodística

Alfredo Molano Bravo nació en Bogotá en 1944. Cursó estudios de sociología en la Universidad Nacional, fue discípulo de Orlando Fals Borda y obtuvo su licenciatura en 1971. En 1972 se vinculó a la Universidad de Antioquia, donde compartió con el maestro Estanislao Zuleta. Fue alumno de la Ecole Pratique de Hautes de París entre 1975 y 1977. Ha recorrido el país hablando con colombianos de los más remotos rincones, dando vida a libros que hablan como pocos de la realidad nacional. Obtuvo el Premio Nacional del Libro de Colcultura y el Premio a la Excelencia Nacional en Ciencias Humanas, de la Academia de Ciencias Geográficas, por una vida dedicada a la investigación y a la difusión de aspectos esenciales de la realidad colombiana. Entre 2001 y 2002 vivió exiliado en Barcelona y en esa misma época obtuvo una beca de la Fundación John Knight como Sénior Research Fellow de la Universidad de Stanford. De 2002 a 2003 fue thinker visitor professor del Centro de Estudios Latinoamericanos-Casa Bolívar de Stanford. Es columnista de El Espectador desde 1995 y recibió el Premio de Periodismo Simón Bolívar en 1993 al mejor reportaje en televisión con “Chenche: la fuerza de la tierra”, capítulo de la serie  “Travesías”.

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