Los dos movimientos tienen carácter no violento, liderazgo colectivo e ideario sobre la marcha.

¿Qué tienen que ver las movilizaciones indígenas en el norte del Cauca colombiano con los millones de ciudadanos y ciudadanas que en los últimos años han salido a las calles de sus respectivos países en los cinco continentes?

Hay un hilo conductor en la mayoría de ellas: su opción implícita o explícita por la no violencia, entendida no como la ausencia de conflictos o el equilibrio social, sino como la posición clara y activa de hombres y mujeres que reclaman un mundo mejor, construyendo su fuerza a través de la justeza de sus exigencias, una fuerza que no hiere ni mata, una fuerza que respeta la vida del opositor.

La no violencia no es pasiva, no es acatamiento de la legalidad ni asunción de los términos convencionales de la política, sino que es activa, rebelde, desobediente y creativa. La opción por la no violencia no es una opción por rehuir el conflicto, sino por plantearlo en los propios términos, escogiendo los escenarios y marcando los ritmos.

Hay una lógica instalada en la cultura y que guía muchos de los análisis, que no permite ni posee elementos para ver las transformaciones culturales en curso, ni entender las relaciones existentes entre Gandhi, el movimiento hippie, las primaveras del 68 y las profundas transformaciones políticas de finales del 80 en el este europeo; entre las nuevas movilizaciones estudiantiles en Chile y Colombia y las movilizaciones indígenas, por poner solo unos ejemplos. Para el realismo político, estas movilizaciones no son más que parte de la lista de las utopías, los romanticismos, las ingenuidades, no solo inútiles, sino, incluso, peligrosas.

En todas ellas se observa la opción por la resistencia como forma de confrontar las distintas violencias de los Estados, directas y estructurales, mediante la construcción de una fuerza moral para sus propósitos y que suscita empatías con sus causas en la ciudadanía global. Surgen de un profundo sentimiento de indignación ante hechos que apelan a lo mejor del espíritu humano, ante situaciones que han desgarrado la sensibilidad y han convocado la esencia de la vida humana, más allá de las fronteras.

Por sus características no violentas, han sido llamadas revoluciones blandas, y se inscriben en la historia al lado de otras con similares características, como la ‘revolución de los claveles’ (Portugal) o la ‘revolución de terciopelo’ (antigua Checoslovaquia). De hecho, a la rebelión en Túnez se la llama la ‘revolución de los jazmines’.

Estas movilizaciones aportan a la cultura de la no violencia la construcción de un nuevo universo simbólico: las manos arriba como señal de indefensión, pero también de fortaleza, como la fuerza de los desarmados que es capaz de inhibir la aparentemente invencible fuerza de las armas. La imagen se repite en Túnez, en España, en Egipto, en Yemen, en Dubái, en Bogotá, en Santiago y en el Cauca, y hace explícita así su decisión de no agredir a su oponente, porque su fuerza es de otras características, en profunda concordancia con lo planteado por Tolstoi, que recogió la fuerza del mensaje de Jesús de no responder al mal con mal; por Gandhi, en su propuesta de la satyagraha; por Luther King y su fuerza del amor, por las manos extendidas de las mujeres invitándonos a transformar esta cultura patriarcal, por los ecologistas evidenciando la fuerza y la importancia de lo frágil en el equilibrio de la vida.

El poder de la fragilidad se hace símbolo y desconcierta a los que se ufanan de su fuerza física, armada de fusiles o de bancos, porque les devuelve como en un espejo la imagen de su propia destrucción. Y el símbolo está adquiriendo tal fortaleza que el uso de las armas solo ha conseguido que estos movimientos se afiancen y se multipliquen.

También está haciendo camino para convertirse en un símbolo de las manifestaciones globales salir a marchar con zapatos en las manos en alusión a la pérdida del respeto reverencial al poder que está presente en la cultura hegemónica, y que, de alguna forma, también implica sobreponerse al miedo al castigo, que ha sido fundamental para el control social. Cuando se pierde el miedo se rompe la cadena de la obediencia y los mecanismos de represión pierden su fuerza simbólica, que es la que construye su legitimidad y garantiza la sumisión.

Otra característica importante del cambio cultural: el liderazgo colectivo. La lógica imperante de la teoría de la conspiración, que necesita ubicar una mente perversa que influye de forma nefasta en la mente de los frágiles, se desconcierta ante esta realidad. Los organismos de seguridad están preparados para reprimir, torturar y hasta desaparecer a quien ejerce dicha influencia sobre la población, pero son incapaces con un sentimiento colectivo y generalizado.

En Ensayo sobre la lucidez, José Saramago pone en escena una población que decide votar en blanco, con lo que atenta contra la esencia de la legitimidad de las democracias, sin que exista un acuerdo racional previo, solo como el resultado de un sentimiento que se ha ubicado en cada individuo y que produce una revolución. Como en el libro, los poderosos necesitan un chivo expiatorio a quien responsabilizar de una reacción colectiva.

En España no faltó quien vinculara a los Indignados con Eta, la kale borroka y la guerrilla urbana. En nuestro país, una rebelión no violenta como la de los indígenas solo es comprensible si detrás está la guerrilla de las Farc. Esta interpretación surge de una concepción de la historia basada en acciones de vanguardias iluminadas y héroes, fuera de las cuales los hechos aparecen no solo como incomprensibles, sino imposibles.

«No tenemos nombre, no tenemos líder y tampoco tenemos prisa», reza un cartel de los Indignados en España, para evidenciar con ello que no delegan su propia voz a ningún representante. Y, ante la ausencia de un liderazgo claro, la alternativa es calificar el movimiento de caótico y anárquico, palabras que ejercen su influencia en el imaginario colectivo, por el miedo atávico a semejantes situaciones, de las que no se puede esperar nada distinto a la muerte colectiva. Somos incapaces de entender que muchas de las muertes colectivas de la historia son precisamente las que han sido guiadas por líderes e ideas claras.

Otro elemento importante de estas primaveras ha sido la inmensa diversidad de procedencias, motivaciones, religiones, opciones políticas, géneros, edades, clases sociales que se han dado cita en ellas, sin que necesiten acuerdos previos ni supongan trabas para juntarse. Esto ha sido un motivo más de desconcierto para los narradores de la historia oficial.

En Egipto no lograban entender cómo compartían propósitos coptos y musulmanes, cuando les hubiera gustado calificar la revolución como islamista, para desacreditarla. En España no comprendían cómo muchos asistentes a las asambleas manifestaban su intención de votar en las jornadas electorales del 22 de mayo, cuando hubiera sido más sencillo calificarlos a todos como antisistema o resentidos sociales, anarquistas enemigos de la democracia y del Estado social de derecho.

Las facultades de humanidades prefieren seguir hablando de Maquiavelo que de Gandhi, de Hobbes que de Mandela, de las guerras mundiales que del movimiento hippie, de los fracasos de las primaveras del 68 que de sus aciertos, de los campos de exterminio que de los movimientos de las mujeres y de las minorías sexuales.

No hay aún categorías para leer estas historias, como no sea desde el registro pintoresco e intrascendente o, a lo más, poético y exótico. Se necesita enseñar a mirar con nuevos ojos, educar en la sensibilidad a un mundo conquistado desde la fría eficacia y el realismo racional.

Podemos seguir trasegando por un mundo que siente «ira e intenso dolor» ante la pérdida del honor masculino, que no es otra cosa que solidaridad con los más fuertes -la indignación generalizada ante el soldadito llorando por haber sido sacado en andas por nuestros indígenas es una prueba de ello-, o vincular nuestros profundos sentimientos de indignación a esta ola de la vida.

Pepa Roma, en su esfuerzo por identificar elementos nuevos y comunes de los actuales movimientos sociales, dice: «No parten de postulados teóricos, su ideario se va configurando poco a poco a partir de la ética aplicada… Anteponen la verdad vivida frente a la verdad oficial, la voz de la calle frente a la voz del poder… No rivalizan por la gloria, colaboran… Parten de la derrota y ya no pueden ser derrotados. Parten del miedo y ya no pueden ser atemorizados. Ante ellos, los fusiles, la coacción y las amenazas se vuelven impotentes».

Es una puesta en escena de una realidad incomprensible: mucha gente unida y entusiasmada con un caminar incierto, con la construcción colectiva, lenta y procesual de los acuerdos. La incertidumbre se vuelve seductora y el camino se llena de sentidos, porque logra ser preludio de lo que puede llegar.

Así lo expresaba Eduardo Galeano en una entrevista informal que le hacían en la plaza Cataluña cuando se paseaba por entre los Indignados: «Aquí veo reencuentro. La misma energía de dignidad y el mismo entusiasmo, que es una ‘vitamina E’ de entusiasmo, que viene de una palabra griega que significa tener a los dioses adentro. Y cada vez que encuentro que los dioses están adentro de una persona, o de muchas, o de la naturaleza o de las montañas o de los ríos, me digo: ‘eso es lo que me espera para convencerme de que vivir vale la pena’. Vivir está mucho más allá de las pequeñeces de la realidad política, de si se gana o se pierde. Eso importa poco en relación con ese otro mundo que te espera, ese otro mundo posible, que está en la barriga de este.

Este es un mundo más bien infame, no es muy alentador el mundo donde hemos nacido. Pero hay otro mundo en la barriga de este esperando, y de parto difícil. Yo lo reconozco en estas manifestaciones espontáneas y que son ese testimonio. Hay gente que me pregunta ‘¿pero qué va a pasar? ¿Qué sucederá después de esto? ¿Y qué será de esto?’. Y yo contesto lo que nace de mi experiencia: no me importa mucho lo que va a pasar, me importa lo que está pasando».

Carlos E. Martínez

Politólogo de la Universidad de los Andes y doctor en Paz, Conflictos y Democracia de la Universidad de Granada (España). Director de la Escuela de Paz y Desarrollo de Uniminuto.

Carlos Eduardo Martínez H.
Especial para EL TIEMPO

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