El gobierno de Juan Manuel Santos (alias Juampa) ha resultado más neoliberal y antipopular que el de su antecesor, lo que es bastante decir.

Partícipe desvergonzado de los regímenes de Pastrana y Uribe, en los que el pueblo colombiano pasó las de san Patricio a punta de “sangre, sudor y lágrimas”, aunque lo del sudor era más por susto que por asuntos de trabajo, el denominado jugador de póker de la politiquería colombiana, que pasó de agache con los “falsos positivos”, ahora quiere vender lo que la gente, quizá recordando a Esopo, llama la gallina de los huevos de oro.

Siguiendo los lineamientos de Washington para sus neocolonias, desde 2013, Santos y su ministro de Hacienda se empeñaron en subastar a Isagén, con la falacia de que con el producto de su venta se financiarán las carreteras de cuarta generación en el país, parte del catálogo de la promesería santista. Se dirá que aquí estamos acostumbrados a feriar el agua, la energía, los minerales, la biodiversidad, en fin, y que un remate más, como de altar de San Isidro, qué importa.

Ya en los tiempos de Uribe, experto en privatizaciones y en marchitamiento de empresas estatales, además de violador de derechos de trabajadores, y un largo etcétera de atropellos contra los desposeídos, se vendió el 19% de Isagén. Ahora, los filibusteros oficiales aspiran a su privatización total. Ya se han esgrimido hasta la saciedad las bondades económicas y sociales de esta empresa, parte de la soberanía energética, y los dividendos que aporta a la nación.

Nunca antes, me parece, se había creado un movimiento popular tan vasto alrededor de la defensa de una empresa estatal, y estudiado los pros y contras de que se quede como parte del patrimonio nacional. Aparte de los sofismas oficiales, en particular de los del ministro de Hacienda y de uno que otro de sus paniaguados, las verdades sobre la importancia de que esta empresa permanezca con el Estado como dueño mayoritario, son contundentes.

Venderla significará, por ejemplo, que las tarifas de energía subirán al garete; se pondrá en riesgo la expansión del sector eléctrico; se afectarán los programas ambientales que la empresa tiene con las comunidades, y, en últimas, tampoco se solucionará el asunto de la infraestructura. En este aspecto, cuando hubo el boom energético-minero, cuando se vendieron empresas como Bancafé, Ecogas, el diez por ciento de Ecopetrol, ¿a dónde fueron a parar los recursos extraordinarios de esas privatizaciones?

Aparte de la resistencia popular a tal despropósito gubernamental, sectores políticos, incluidos el liberalismo, y hasta el propio Uribe (que, como se sabe, vendió el 19% de la participación de la nación en Isagén), se oponen a la medida privatizadora, sobre todo de una empresa boyante, sostenible y sólida, que le deja a la Nación más de $500.000 millones de pesos cada año.

La venta de Isagén carcome la soberanía nacional, dado que la energía es un sector estratégico que no puede entregarse sin más ni más a los privados, y menos aún a los extranjeros. El alza de tarifas que el gobierno de Santos amparó recientemente, puede ser apenas un ápice frente a los aumentos que podrían desatarse a partir de la privatización de la empresa, factor al que se suma el flagelo santista de aumento de impuestos, en especial para los “menos favorecidos”, y la progresiva pauperización de los humillados y ofendidos.

Si hay traidores a la patria, ahí están los neoliberales colombianos, en cabeza de su presidente y su ministro de Hacienda. “Santos venderá la preciada ave a la competencia extranjera y el fruto de la venta se lo va a regalar a los concesionarios de carreteras, los cuales, para la obra pública, vienen siendo lo mismo que las EPS para la salud: intermediarios parásitos”, decía en julio de 2014 el diputado del Polo en Antioquia, Jorge Gómez.

Isagén, segunda generadora de energía en el país, está a punto de pasar a manos privadas, con todas las implicaciones negativas en detrimento del patrimonio nacional y del pueblo. Un mal negocio que pone en vilo la soberanía y deja en claro una vez más la catadura del gobierno entreguista y vendepatria de Santos. Las protestas están en marcha. Por montes y quebradas, por calles y plazas públicas se escucha la voz de la gente: ¡Isagén no se vende!

Por: Reinaldo Spitaletta

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