Foto: Santiago Mesa

Los indígenas de la Sierra Nevada fueron una de las comunidades más golpeadas por la guerra en Colombia. En los setenta fue la bonanza marimbera. En los ochenta llegaron las guerrillas. A principios de este siglo aparecieron los paramilitares. Un informe de la Fiscalía relata cómo, a raíz de eso, se desplazaron más de 9 mil indígenas de los cinco pueblos que habitan ese territorio: arhuacos, wiwas, koguis, kankuamos y wayuus.

Hacia 2010, cuando las condiciones empezaron a mejorar, hubo retornos masivos de varias comunidades. En la cuenca del río Ranchería, en el sur de La Guajira, se ubicó una comunidad de cerca de 45 familias wiwas. Por esa época, también regresaban, aisladas del centro de su comunidad, cuatro familias arhuacas. José Gregorio Rodríguez, uno de los líderes de los wiwa, me explicó que esas cuatro familias les pidieron permiso para vivir en su territorio.

«Ellos nos explicaron que profesaban un culto evangélico», me dijo, y agregó que al principio no le vieron problema. Los mamos, que son los máximos líderes espirituales de los wiwas, concedieron el permiso para ocupar su tierra siempre que los arhuacos evangélicos se comprometieran con ciertas reglas de la comunidad. Por ejemplo, aunque no tenían que acogerse a las creencias de los wiwa ni participar de celebraciones espirituales, sí tenían que ayudar a construir los centros de pensamiento de la comunidad, apoyar la construcción y el mantenimiento de caminos, y asistir a las reuniones mensuales.

Esa historia tenía un precedente cercano. Desde mitad del siglo pasado los arhuacos vivieron algo similar. Una mujer de su pueblo, casada con un pastor, puso los primeros cimientos de una iglesia evangélica en su territorio. Lentamente fue convenciendo a miembros de la comunidad de cambiar unas creencias por otras. Su influencia fue creciendo poco a poco en la región.

A finales de los noventa, llegó al territorio la Iglesia Pentecostal Unida de Colombia, por intermedio del pastor Jairo Salcedo. En poco tiempo montaron su propio templo dentro del resguardo indígena. Una nota de El Tiempo, en 1998, registró que más de 300 arhuacos convertidos asistían a las ceremonias de la nueva iglesia. Los mamos arhuacos se percataron de lo que sucedía: vieron que algunos miembros de su comunidad ya no querían mambear coca y se negaban a practicar algunos ritos.

Por orden de los mamos, los arhuacos cerraron por la fuerza el templo pentecostal y le pusieron encima un letrero que decía «Cerrado mientras decide la Corte Constitucional». El pastor expulsado interpuso una tutela, pero la Corte ratificó que, incluso por encima de la libertad de cultos, las comunidades indígenas no tenían que tolerar la penetración de otras culturas en su territorio.

Volviendo a los wiwas, Yeismith Armenta, un joven líder de la comunidad, me explicó que, si bien al principio no hubo problemas, los pactos que habían hecho se empezaron a incumplir. «Por un lado, aunque habíamos dicho que solo aceptábamos las cuatro familias, en un momento llegamos a tener más de 25 personas evangélicas, en una comunidad de menos de 100 miembros. Por otro lado, construyeron sin permiso un templo de madera y zinc, y nosotros les habíamos dicho que no podían construir iglesias».

La construcción del templo, me siguió explicando Yeismith, atrajo cada vez a más personas. En el territorio indígena empezaron a funcionar dos cultos: uno de Testigos de Jehová y otro de Pentecostales. A ellos, además de los visitantes, empezaron a asistir también algunos miembros de la comunidad wiwa. «A algunas personas les empezó a dar pereza asistir a los rituales en casas ceremoniales. Los que llegaban de otras partes a los cultos se emparentaban con gente de la comunidad y los iban convirtiendo. Los evangélicos se estaban volviendo una amenaza para nuestras costumbres», me dijo Yeismith.

Lo que más les preocupa a los wiwas, a partir de lo que me dijeron José Gregorio y Yeismith, era la influencia que las nuevas iglesias tuvieran en los jóvenes. «Muchos muchachos ya no querían asistir a las ceremonias, no querían escuchar a los mamos, no querían poporear, no querían hablar en damana, no querían asistir a las prácticas comunitarias y ni siquiera querían cumplir con sus obligaciones». Y agregó que «además esas religiones nosotros ni siquiera las conocemos, como para saber si son buenas o no».

«Para colmo —me dijo exaltado Yeismith—, allá en las iglesias estaban diciendo que nuestras creencias eran satánicas, que éramos paganos, que hacíamos no sé qué cosas con el diablo».

Busqué a alguno de los pastores que predicaban en el territorio pero no fue posible hablar con ellos. Sin embargo, contacté a Alirio Rojas, un pastor de la iglesia pentecostal que tiene una iglesia en un resguardo indígena wayuu, también en la Sierra Nevada. Rojas me dijo que, al menos por su parte, no se condenaban las creencias de los indígenas. Me explicó que ellos, al entrar a sus territorios, no pretendían que hubiera un enfrentamiento de creencias. «Nosotros solo queremos evangelizar. Y bueno, hay gente que viene y se convierte. Nosotros los acogemos. Pero es tan sencillo como que ellos pueden escoger».

Yeismith, sin embargo, insiste en que la Constitución es muy clara en proteger el derecho que tienen los indígenas a proteger su territorio y su cultura. Como pasó en el caso de los arhuacos, los wiwas también decidieron sacar a los pentecostales. Los mamos de esa comunidad, Rafael y Antonio, decidieron expedir hace pocos días una resolución donde se prohibiera la celebración de cultos evangélicos dentro de su comunidad.

«Así fue como los sacamos —me explicó José Gregorio—: los pastores no han vuelto desde entonces». Tampoco volvieron las personas de comunidades vecinas que se acercaban ocasionalmente a las ceremonias. A todos los evangélicos que no son wiwas les dieron un plazo corto para que buscaran un lugar al que pudieran trasladarse. Me dijo José Gregorio que «ellos no se lo tomaron mal».

Yeismith, además, me explicó que «los wiwas que se habían convertido, si no se quisieron ir, acá no pueden practicar su culto». Por eso, a los que quisieron quedarse los pusieron a confesarse con los mamos, un ritual que consiste en ir al monte con el guía espiritual y explicarle «por qué se desvió de sus creencias».

El mandato que expidieron los mamos se extendería a los más de 2 mil wiwas del sur de La Guajira. José Gregorio cree, sin embargo, que están sentando un nuevo precedente y que resoluciones similares empezarán a aparecer en otros pueblos indígenas.

En el fondo queda el debate sobre si pesa más la libertad de culto o la soberanía de los indígenas sobre sus territorio. Aunque, en el caso de los wiwas, ni los pastores ni los fieles opusieron gran resistencia, la discusión eventualmente reaparecerá en alguno de los resguardos donde aún quedan iglesias evangélicas.

Tomado de vice.com

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